viernes, 16 de marzo de 2012

Macondo y las orillas de lo virtual


El hijo del telegrafista de Aracataca quizá nunca imaginó que ese pálpito de escribir “Cien años de soledad” le llegaría la tarde del domingo 19 de febrero de 1950 cuando acompañaba a su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, en un viaje al pueblo para vender la casa de los abuelos.

Lo cierto es que Sabina, cantautor español, soslaya ese universo en la estrofa de su canción Peces de ciudad, tarareada sinfín de veces y desafinada al fin que: “En Macondo comprendí, que al lugar donde haz sido feliz no debieras tratar de volver”, esa sentencia me resume en cierta medida que no he logrado cruzar la página 77, cabalístico o no, de ese límite mi atrevimiento de lector inicial a no he podido ni medianamente justificar cuando alguien me consulta si he leído Cien años de soledad.

Por eso creo que la construcción de los mundos han fustigado la misma epifanía con que Gabriel García Márquez esa tarde del mes de junio de 1965 cuando, con su familia, se desplazaba en su pequeño vehículo marca Opel por la carretera que de Ciudad de México conduce al balneario de Acapulco tomó la firme decisión del encierro que duró meses en su casa con el fin de darle forma a ese mundo maravilloso que llenaba su mente.

Sin el temor de ser calificado como lector fetichista lo corpóreo y lo tangible son imprescindibles al momento de leer, acariciar torpe o codiciosamente un libro, aspirarlo, identificar la tipografía, las frases como hilarantemente van construyendo, en este caso, Macondo, la ficción más próxima, ese universo maravilloso de la literatura.

García Márquez dice que el nombre de Macondo lo vio escrito en una tablilla a la entrada de una hacienda que antes había sido de la compañía bananera. Lo descubrió desde la ventanilla del tren cuando se dirigía a Aracataca acompañando a su madre ese 19 de febrero de 1950.

Pero la multiplicidad de los Macondos crepitan en la universalidad del lenguaje, ese pequeño pueblito del Caribe poblado por la magia de los Buendía, está en la web por el módico precio de 7,8 dólares, su transmutación, las orillas, los orígenes, constitución y legitimidad son infinitas.

El escritor no sabía que era el nombre de un árbol de tronco redondo que alcanzaba hasta cuarenta metros de altura, descubierto por Humboldt en 1801 en los alrededores de Turbaco. Tampoco sabía que era el nombre que le daban a una tribu milenaria en Tanganika.

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