¿Somos lo que elegimos ser definitivamente? este axioma sartreano sobre
la conciencia intencional ha provocado críticas de la opinión pública
por la representatividad del ser y sentirnos latacungueños.
La conciencia fenomenológica del gentilicio del que ha nacido en la urbe connota un legado que por antonomasia hemos aprendido en canciones cívicas: Latacunga cuna de los más denodados, los filántropos, sabios y grandes dice el himno de la ciudad.
Solidarios, emprendedores, hospitalarios, cotidianos, amables, cultos, comprometidos, amantes de la tierra que los vio nacer, altruistas, defensores, aguerridos, son extensos los cualitativos para identificar al latacungueño.
Y de sus valores el mayúsculo ícono de identidad es el de aquel que “nació hijo de este pueblo y terminó haciéndose padre de él”, la del latacungueño Vicente León y Argüelles.
Escuché decir a un entrañable latacungueño en la vorágine de una oración fúnebre con acierto que Latacunga es una ciudad propicia y hermosa para vivir, para nacer en ella, que es también una ciudad donde morir, su afirmación reflejada por la tremenda solidaridad del prójimo (del latacungueño) en tales circunstancias.
Ser latacungueño es sinónimo de orgullo y dignidad, es conocer los valores humanos y su legado, seguir el ejemplo marcado de ilustres ciudadanos quienes sirvieron desde distintos escenarios del país a los caros intereses de la verdadera democracia y el renombre de su ciudad natal. El latacungueño es aquel que se ha quedado a vivir la ciudad, a defenderla con su honestidad, respeto y trabajo.
Ad portas de las celebraciones de los latacungueños preocupa como los esfuerzos organizativos, las intenciones, y el buen curso de esta festividad ha marginado el verdadero sentido de devoción, tolerancia, y representatividad de lo que somos.
Latacunga, la ciudad, son sus hijos, sus habitantes, todos quienes en el día a día entregan su mayor esfuerzo, libres de egos falsos, arribismos o excesos. La latacungueñidad no es simplemente un gentilicio, una adjetivación del ciudadano, es saber serlo y sentirlo definitivamente.
La conciencia fenomenológica del gentilicio del que ha nacido en la urbe connota un legado que por antonomasia hemos aprendido en canciones cívicas: Latacunga cuna de los más denodados, los filántropos, sabios y grandes dice el himno de la ciudad.
Solidarios, emprendedores, hospitalarios, cotidianos, amables, cultos, comprometidos, amantes de la tierra que los vio nacer, altruistas, defensores, aguerridos, son extensos los cualitativos para identificar al latacungueño.
Y de sus valores el mayúsculo ícono de identidad es el de aquel que “nació hijo de este pueblo y terminó haciéndose padre de él”, la del latacungueño Vicente León y Argüelles.
Escuché decir a un entrañable latacungueño en la vorágine de una oración fúnebre con acierto que Latacunga es una ciudad propicia y hermosa para vivir, para nacer en ella, que es también una ciudad donde morir, su afirmación reflejada por la tremenda solidaridad del prójimo (del latacungueño) en tales circunstancias.
Ser latacungueño es sinónimo de orgullo y dignidad, es conocer los valores humanos y su legado, seguir el ejemplo marcado de ilustres ciudadanos quienes sirvieron desde distintos escenarios del país a los caros intereses de la verdadera democracia y el renombre de su ciudad natal. El latacungueño es aquel que se ha quedado a vivir la ciudad, a defenderla con su honestidad, respeto y trabajo.
Ad portas de las celebraciones de los latacungueños preocupa como los esfuerzos organizativos, las intenciones, y el buen curso de esta festividad ha marginado el verdadero sentido de devoción, tolerancia, y representatividad de lo que somos.
Latacunga, la ciudad, son sus hijos, sus habitantes, todos quienes en el día a día entregan su mayor esfuerzo, libres de egos falsos, arribismos o excesos. La latacungueñidad no es simplemente un gentilicio, una adjetivación del ciudadano, es saber serlo y sentirlo definitivamente.