viernes, 31 de mayo de 2013

El canon de Rayuela


El primer intento fue adolescente, el tejo se desparramó por todas las casillas en mitad del patio, en la boca calle, he leído Rayuela obsesivamente como si el atino fuera a devolverme ese instinto básico de la edad de la punzada, han sido 12 veces hasta la fecha casi siempre en períodos de premonición y silencio.

La última vez que la leí fue a finales de 2009 aprendí en esa novela mis modestos conocimientos sobre el modernismo, me refiero a la ruptura de las formas a saber esa desesperación de que nada dura y al final todo se pierde.

En los remotos años 90, más preciso en el verano de 1996, habría de encontrarla en la estantería entre periódicos de fútbol, historietas, y una ilustración de un tal Charlie Parker, era la intuición de lo que más tarde llamaría “El club de la serpiente”; eran sin duda el deslumbramiento a la literatura latinoamericana y axioma fundamental de sentirse escritor y lector.

A los 23 años yo hacía mis primeras armas como escritor mimetizado en un seudónimo poco frecuente que rubricaba manuscritos como Baltazari; Rayuela sigue siendo un estudio sobre el exilio, el salto al abismo, una parábola a la soledad, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.

Hace un par de años extravíe en una mudanza un libro biográfico cuyo nombre se pierde entre la ventisca de mi anzehilmer: algo así como Historias de Cronopios sin famas, editorial única, en ese texto había leído que al bajar las escaleras fatalmente enfermo en la hora de su despedida Julio Cortázar acarició el lomo de sus libros, les susurro al oído como despidiéndose, miró a su gato detrás del cristal, y no volvió más.

La novela Rayuela (Julio Cortázar) el privilegio estético del juego y el azar, las imagen en fuga de todos lados, es el embrión inserto sobre una generación ávida de comerse el mundo a trancazos, el fin de una ráfaga llamado “Boom”.

Existe una relación prescindible con nuestro país, con el absoluto arte de la amistad, su correspondencia y encuentros con Jorge Enrique Adoum a quien cariñosamente le decía “Turquito indio” sigue fundando más capítulos y cómplices, se celebran 50 años de Rayuela la obra cumbre del enormísimo Cronopio.

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domingo, 26 de mayo de 2013

Instinto

II
¿Con qué podría retenerte?

Te ofrezco esbeltas calles, puestas de sol desesperadas, la luna de suburbios mal cortados.

Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria.

Te ofrezco mis ancestros, mis muertos, los fantasmas que los vivos han honrado con bronce: al padre de mi padre que murió en la frontera de Buenos Aires con dos balas que atravesaron sus pulmones, barbado y muerto, a quien amortajaron sus soldados con una piel de vaca; a ese bisabuelo, de la línea materna, que comandó, con veinticuatro años, una ofensiva de trescientos hombres en el Perú, ahora sólo fantasmas sobre monturas desleídas.

Te ofrezco, sea cual fuere, la sapiencia que contengan mis libros, y la hombría y el humor que contenga mi vida.

Te ofrezco la lealtad de un hombre que jamás ha sido leal.

Te ofrezco el núcleo duro de mí mismo que he guardado, de algún modo; el corazón central que no comercia con palabras, no trafica con sueños, y no tocan el tiempo ni el placer ni las adversidades.

Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista al atardecer algunos años antes de que nacieras.

Te ofrezco explicaciones de vos misma, teorías de vos misma, auténticas y sorprendentes noticias de vos misma.


Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; intento sobornarte con incertidumbre, con peligro, con derrota.

J.L.Borges.

lunes, 6 de mayo de 2013

Miradas detrás del espejo





i
  

La editorial Pedro Jorge Vera puso a circular bajo el título “Leña verde, antología de la cocina andina ecuatoriana” (Quito - 2011) un volumen que se devora literalmente sus páginas con los ojos; llama su atención casi como el paladear de tragos largos en la garganta el agua y la sed de las horchatas, sinónimo de la fidelidad de los sabores en un libro, la doble satisfacción del comensal que ahora es llamado así mismo lector, un fresco de paladeantes palabras hechas con el aromoso afán del pan y todas sus espigas.

El cuajo de todas las nubes leches entre el mordisco de las hojas verdes de una achera, en la solemnidad de un plato bondadoso desbordante como las costas añoradas en mitad de los andes, un plato prescindible y abarcable con su sazón e identidad: las chugchucaras. Quien más allá de su documento de identidad generoso de reconocerse en el gentilicio refiere una calle o un olor particular no sólo sabe a donde queda la calle de los manjares, sabe de antemano que un verdadero latacungueño guarda entreverado en sus genes la hospitalidad, su sentido del humor  refinado, el desprendimiento y la bondad.

La cocina ecuatoriana y particularmente a esta altura donde los corazones laten más rápido y a mayor presión de aquí se fugan los cardiacos y los desesperados, en este libro su autor, Gutiérrez Estrada, se asemeja a un personaje más bien desmitificado, poco ficticio, un acorazado intelectual que hace de cada hecho narrativo bocados de la vida real y la obsesión del dato justo por contar las historias de una atmosfera que se sale de la cocina, que lo ubica y que se vuelve fascinante, que cuenta un habitual día de quien cocina como respira.

Una revisión fascinante entre el color y el aroma de la sierra andina ecuatoriana en sus platos particulares y codiciados por los paladares más exigentes y los que a suerte de querencia legaron de cocina a cocina, de receta a secreto y aroma evaporante en la mesa para celebrar la alegría, la única riqueza que nos da la comida.

El libro reúne entre sus páginas entre el follaje de imágenes comestibles una prosa tan única como la que Gutiérrez Estrada acostumbra, escribe laboriosamente “nunca podría hacer una novela de detectives, sus pasos e intentos son muy ruidosos, crocantes, como el crepitar del maíz en la casuela y el tiesto,  en vano podría intentar la pesquisa se delataría sólo en el intento de dar con el antagónico”.

Tito Gutiérrez estrada ha repetido el gesto del espejo, se ha ataviado nuevamente sobre el personaje de la Mama Negra, lo saludan desde lejos, de cerca y a pie, “si me dedico a la política –dice- lo embarraría todo, es mejor que eso linderos sigan lejos, lo publico vestido de poder corroe el trazo; prefiero la holgura espontanea del vecindario que me resulta más próximo” (…) en ese instante se reconoce sabe que entre axioma y paradigma el verdadero latacungueño es aquel que empecinado cree lealmente en su natalidad y sus coterráneos.