De la ciudad no me llevo sino el polvo enamorado de
los huesos más fúnebres, de ese rencor partido y compartido, de patriarcas y
patricios, de legiones extensas sin errantes, de asientos humanos al filo de la
aurora, ciudad de ríos, ciudad de abrevaderos, romántica y empedrada, estrecha
en calles y gentes; aquí vivimos aquí están el reencuentro y el atino de una
brevedad que no es prisa, de esa desmemoria desconocida al fin. De esa
arrogancia de heráldicas y traiciones, aquí Jacho y Rodríguez Cunga, en la
rúbrica de Lucas Cando sobre una tela del purgatorio, de Varela, de Estrada de
Vittorio Santi.
Ciudad al fin desmemoriada acosada hasta su sexo por
sus afueras, desde ese arribismo chafo y vulgar del tropel de ocupar el vacío y
la ausencia; que queda de la viuda y de la abandonada sino el acoso de la gente,
de tosecitas falsas, de murmullos y mojigatas, de la ciudad que no es más que
el escenario de un absurdo abandono. Nos dejaron entre palabras los
conquistados, de ese verbo de habitar de heredar casa, hogar, patio, plaza y
horizonte, al filo de la mañana mas astuta el volcán despierta sus vejestorios,
granito puro sempiterno y testigo de los años de la peste, del desarraigo de la
inclemencia brutal de sus erupciones.
Aquí en la ciudad más apartada del centro de la nube,
en esta parte más oscura de la aurora, aquí escribo lo que ha de ser y ha sido
entre la crónica del Diario que a suerte de convicción sigo preguntando al
transeúnte, quien mismo es el ciudadano que habita entre el paso y el abismo,
entre la bruma y la llovizna, entre el bajío y la soledad de no saber a ciencia
cierta que mismo hemos de ser, que hemos sido.
Una polaroid de la ciudad semejante al espíritu de
sus anhelos se devela entre el ir y venir por la calle de Judíos, en el centró
del damero, los jóvenes que lograron arrancarse las culpas con instinto
parricida, de esos descamisados que siguieron la senda del refugio y la
bohemia, de esos que a pesar de su negación han sido apátridas y amnésicos por
convicción, por que les tocó la vergüenza en la sangre, de pronunciar palabra,
de agachar la mirada y no atinar la caricia de eso que solo es verso, el
terruño y la patria, la ciudad donde naciste y de la que vienen tus raíces.
Inevitable, insolente al fin, pero en tremenda
ingenuidad existe un grado tan neutro de hospitalidad, amigueros e imagineros,
así me encuentro, así lo siento ciudad que se disfraza, ciudad atada a su
propio ombligo, que se crea a su propia fe y a su propio poder, poder de
mercachifle poder desligado a la omnipotencia de creer que el hambre puede
serlo todo.
Caminar hasta el amanecer entre los autobuses que
llegan desde fuera de norte al centro, del sur hasta el filo del mercado,
calentándose las manos con vahos y con la solapa doblada para ocultar el cuello
de que lo deje afónico, de que la intemperie sea l olvido.
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