lunes, 23 de enero de 2017

Pánfilo en la ciudad


He dicho que en mi convalecencia empecé a arrumar textos, fojas y libretas con manuscritos en tinta verde o lila por eso de que la poesía efervece en cromáticas fosforescentes, luminosas; volví a la radio a lanzar mentadas de autores que me gustan sin cansancio, una y otra vez a colocar Richy Ray & Bobbye Cruz, Héctor Lavoe, Steven Taylor,  Jim Morrison, Paul McCartney, Alan Parsons, Saúl Hernández, Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Calamaro, Bunbury, Bob Dylan, Leonardo Cohen, tardes y noches revisando expedientes, documentales, películas y series de los noventa, el estreno de Fox Molder y Dana Scooly luego de 16 años, el capítulo siete de la guerra de las galaxias para presentir seis segundos a Luke Skywalker iniciando la esperanza de un Jedai; por otro lado estaba, no lo niego, la vuelta a relecturas porfiadas para descargar la mente: José Emilio Pacheco, Jaime Sabines, Octavio Paz, Juan José Areola, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes, Clarise Linspector, Rubén Fonseca, rememorar los apuntes de Rimbaud, de Nicanor Parra, Borges, apostar ahora sí nuevamente por Navokof, Kafka, Joyce, y enfrentarse al vértigo de leer sin cantaletas a Tolstoi en largo aliento Guerra y Paz.   

En el prólogo a Los conjurados (1985), Borges sentenció que «No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura» al igual que el más desdichado, no importa si el silencio dura un día o cinco meses, busco recursos, los hallo. Al menos creo haber aportado, porque los otros ya escribieron el poema. Por el contrario, cuando una idea me entusiasma, le doy vueltas en donde quiera que me encuentre y sin importar la actividad que esté realizando. Suelo tomar notas y paso formalmente al papel sólo cuando encuentro el tono indicado. Se trata de una certeza física, irrefutable. 
En ese sentido, podría decirse que como no creo en la inspiración en definitiva la hago. En ocasiones comparo esa experiencia a la de los santeros caribeños y otros espiritistas que escuchan voces y aseguran que les “baja el santo”. La mayoría de las veces, escribir es para mí una actividad gozosa como una fiesta íntima, una reunión de amigos donde los invitados son mis autores favoritos, los libros que he leído y me interesan o me conmueven. Concuerdo con Julio Cortázar para quien era imprescindible “quitarse la corbata” antes de sentarse a escribir. La solemnidad no se lleva bien con la literatura. El juego sí.

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