lunes, 4 de noviembre de 2013

MALQUI MACHAY: Tema de interés Nacional


CONFERENCIA.- La destacada historiadora ecuatoriana Tamara Estupiñán Viteri disertará la conferencia magistral de uno de uno de los temas trascendentales en la comunidad científica mundial  el revelador descubrimiento arqueológico que compromete la identidad local sobre uno de los personajes del incario, Atahualpa.

Un tema calificado como de “interés nacional” el de Malqui Machay: la última morada del inca Atahualpa, que será explicado en una plática magistral en el Salón de la ciudad, GAD Latacunga, este martes 5 de noviembre de 2013, a partir de las 10h00. Evento gratuito y de relevancia que contará con la participación de autoridades, estudiantes y representantes de los sectores interesados en fomentar la identidad, el patrimonio, la cultura y el turismo.

“Urge el compromiso gubernamental de declarar patrimonio cultural del Ecuador a las ruinas de Malqui Machay (Sigchos Cotopaxi), lugar que además debemos empoderar y garantizar como legado histórico y de identidad”:  sostiene Tamara Estupiñán Viteri.

Tamara Estupiñán Viteri (Quito, 1955) es Licenciada en Ciencias Históricas. Maestra en Historia Andina por la FLACSO. Especialista en Historia Republicana del Ecuador, Historia Económica Colonial, los Cronistas de Indias. Su libro Una familia republicana: los Martínez Holguín (1988) obtuvo el premio Isabel Tobar Guarderas, otorgado por el Municipio a la mejor obra publicada en Ciencias. Sociales. Becaria andina del IFEA (Instituto francés de estudios andinos) y recibida como miembro numerario de la Academia Nacional de historia por su trabajo investigativo relacionado con Atahualpa y Rumiñahui.

Ha dedicado más de diez años a la investigación de lo que a su juicio considera el descubrimiento más destacado en la región sobre la presencia y simbolismo inca en Sigchos Cotopaxi.

Tamara Estupiñán Viteri, es nieta del latacungueño Atanasio Viteri Karolys (Latacunga, 1908; intelectual destacado y cultor de las letras ecuatorianas). “Por mí fluye sangre latacungueña y me enorgullece”, comenta a la vez que invita a todos quienes deseen  conocer sobre este tema.

“Los Sigchos, el último refugio de los incas quiteños”, es el tema con el que esta crepitación investigativa se convierte en la punta de un ainsberg que demanda la atención urgente de las garantías en la investigación y rescate de estos predios. Tamara no descarta la hipótesis de que exista un nexo entre varios lugares que confluyen en la zona, por enumerar, cita los siguientes: el Cerro de Callo (San Agustín), Quilotoa, Angamarca la Vieja, Isinche y demás lugares destacados que enmarcan un simbolismo evidente con las ruinas del Malqui Machay.

Edmundo Rivera, Presidente CCE Cotopaxi, destaca como imprescindible esta conferencia que ha sido organizada por el Núcleo en el marco conmemorativo de los 193 años de independencia de la ciudad; manifiesta que “todos debemos interesarnos en este tema porque la tesis planteada por Estupiñán Viteri ha sido valorada en la comunidad científica internacional: Lima, el Cuzco, París y en los principales centros y universidades de Norteamérica; es una obligación moral que Cotopaxi y particularmente Latacunga se pronuncie sobre el tema”.

SG.CCE.C
            mar.

martes, 20 de agosto de 2013

Vicente León y Argüelles


El Dr. Vicente León y Arguelles nació en Latacunga en 1773, falleció en el Cuzco el 28 de Febrero de 1839, donó la mayor parte de su fortuna para su creación de un establecimiento educativo en su ciudad natal, esta donación está detallada en su testamento fechado el mismo día de su fallecimiento.

La noticia de la muerte del Dr. León llegó pronto a Latacunga, la satisfacción del pueblo fue completa, entre una serie de trámites y organizaciones de todo tipo, una Junta de Notables se reúne en la ciudad el 21 de junio de 1839 con el fin de entre otras acciones colocar una Estatua del filántropo en el sitio mas publico del Establecimiento, con la siguiente inscripción. “A LA MEMORIA DEL MEJOR PATRIOTA DEL SIGLO DE LAS LUCES, VICENTE LEÓN, NACIÓ HIJO DE ESTE PUEBLO, Y MURIÓ HACIENDOSE PADRE DE EL”.

Luego las propuestas se ampliaron acerca de colocar la mencionada estatua en la Plaza Mayor de la ciudad, en fin, de las buenas intenciones no se pasó, claro que desde que se fundara el colegio, la Primera Junta Administrativa en 1842, recordaba con civismo patriótico el día del fallecimiento del filántropo y cada 28 de febrero se realizaban marchas y desfiles con alumnos y ciudadanos destacados.

La administración de los rectores vicentinos en el siglo XIX se preocuparon por el proyecto del monumento, sin conseguir resultados concretos, se formaron comités con ex – alumnos, radicados en Quito, se fundo el Comité Universitario “Vicente León”, en el año 1909 formado, entre otros con Luis Fernando Ruiz Bastidas, Luis Aníbal Vega Vega, Leopoldo Rivas Bravo, Alejandro Maldonado Grijalva, Eduardo Varea Quevedo, Modesto Ramos Enríquez y Jorge Jarrín Córdova, etc; algo se consiguió, como el Decreto del Congreso, fechado 15 de Octubre de 1909 por el que se establece el 5 % de la rentas municipales de Latacunga y Pujilí, y un centavo sobre cada libro de agradecimiento que se produzca o se consuma en la provincia, para la erección del monumento.


lunes, 19 de agosto de 2013

Al pie de la letra


De la ciudad no me llevo sino el polvo enamorado de los huesos más fúnebres, de ese rencor partido y compartido, de patriarcas y patricios, de legiones extensas sin errantes, de asientos humanos al filo de la aurora, ciudad de ríos, ciudad de abrevaderos, romántica y empedrada, estrecha en calles y gentes; aquí vivimos aquí están el reencuentro y el atino de una brevedad que no es prisa, de esa desmemoria desconocida al fin. De esa arrogancia de heráldicas y traiciones, aquí Jacho y Rodríguez Cunga, en la rúbrica de Lucas Cando sobre una tela del purgatorio, de Varela, de Estrada de Vittorio Santi.

Ciudad al fin desmemoriada acosada hasta su sexo por sus afueras, desde ese arribismo chafo y vulgar del tropel de ocupar el vacío y la ausencia; que queda de la viuda y de la abandonada sino el acoso de la gente, de tosecitas falsas, de murmullos y mojigatas, de la ciudad que no es más que el escenario de un absurdo abandono. Nos dejaron entre palabras los conquistados, de ese verbo de habitar de heredar casa, hogar, patio, plaza y horizonte, al filo de la mañana mas astuta el volcán despierta sus vejestorios, granito puro sempiterno y testigo de los años de la peste, del desarraigo de la inclemencia brutal de sus erupciones.

Aquí en la ciudad más apartada del centro de la nube, en esta parte más oscura de la aurora, aquí escribo lo que ha de ser y ha sido entre la crónica del Diario que a suerte de convicción sigo preguntando al transeúnte, quien mismo es el ciudadano que habita entre el paso y el abismo, entre la bruma y la llovizna, entre el bajío y la soledad de no saber a ciencia cierta que mismo hemos de ser, que hemos sido.

Una polaroid de la ciudad semejante al espíritu de sus anhelos se devela entre el ir y venir por la calle de Judíos, en el centró del damero, los jóvenes que lograron arrancarse las culpas con instinto parricida, de esos descamisados que siguieron la senda del refugio y la bohemia, de esos que a pesar de su negación han sido apátridas y amnésicos por convicción, por que les tocó la vergüenza en la sangre, de pronunciar palabra, de agachar la mirada y no atinar la caricia de eso que solo es verso, el terruño y la patria, la ciudad donde naciste y de la que vienen tus raíces.

Inevitable, insolente al fin, pero en tremenda ingenuidad existe un grado tan neutro de hospitalidad, amigueros e imagineros, así me encuentro, así lo siento ciudad que se disfraza, ciudad atada a su propio ombligo, que se crea a su propia fe y a su propio poder, poder de mercachifle poder desligado a la omnipotencia de creer que el hambre puede serlo todo.

Caminar hasta el amanecer entre los autobuses que llegan desde fuera de norte al centro, del sur hasta el filo del mercado, calentándose las manos con vahos y con la solapa doblada para ocultar el cuello de que lo deje afónico, de que la intemperie sea l olvido.

jueves, 6 de junio de 2013

Balada prima

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Oswaldo Rivera Villavicencio, poeta mayor de las letras locales.

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Nació en Latacunga un 13 junio de 1930. Hijo de Rómulo Rivera (quien fuera Secretario del Municipio de Ambato) y de Ana María Villavicencio Toro, es Licenciado en Ciencias de la Educación, especializado en Filosofía. Escritor y columnista de varios diarios y revistas nacionales y extranjeros. Educador en las provincias de Cotopaxi y Pichincha, Presidente de la Casa de la Cultura de Cotopaxi, funcionario y Director Nacional de Planeamiento de la Educación del Ministerio respectivo. Poeta. Ha publicado varias obras de filosofía, biografía, literatura, historia, cultura popular, ensayos y crítica literaria que pasan de una treintena. Algunas de ellas: Reflexiones filosóficas y comentarios, Juventud y Angustia, Pensamiento Filosófico de Juan Montalvo, Etica Profesional, Vibraciones del Tiempo, Rostros Americanos, Relatistas de Cotopaxi, Percepciones Lingüísticas Populares, Simón Rodríguez: pensador y maestro, Pensamiento Educativo de Bolívar, Vibraciones del tiempo, Escritores de Cotopaxi, La literatura en el pasillo ecuatoriano, Leyendas tradiciones y otros cuentos, etc.


“Caminando”

Nada ahora permite conjugar en pretérito; al parecer se nos vino una fuerza inevitable de querer componerlo todo sobre el caos, un día le pregunté que significaba ser “latacungueño”: “nunca es irse a pesar de la ausencia, o del desarraigo, una suerte de cosmopolita” me refirió mientras paladeábamos sobre Ortega y Gasset y algo parecido a empatar el tema del pasillo en la literatura ecuatoriana.

Que el hombre es él y sus consecuencias, que la razón ética del latacungueño sabe a la condescendencia antes que a su propia confianza, porque únicamente los íntimos se pueden brindar este valor, el de la solidaridad y la hospitalidad: hacer un favor sin mirar a quién, guiar.

Es una suerte dialéctica, ese lugar donde procuramos al fin ser contemporáneos de todos los hombres; el latacungueño no es único, no es irrepetible, no es una esencia, es una historia y esa historia sigue en movimiento y uno de esos episodios ha sido escrito, en sentido más semántico, por el intelectual Oswaldo Rivera Villavicencio (1930-2013).

En mitad de esa construcción significante, tuve la oportunidad del finísimo arte de la amistad, a pesar de la zancada generacional coincidimos en una respuesta que me diese a la tesis de cuál posición política tenía él: “la ideología no es filosofía, creo firmemente en la democracia”  fue siempre su atino y convicción.

Dedique hace más de un año en esta misma columna un afanoso perfil sobre Rivera Villavicencio como el apóstol mayúsculo de la intelectualidad local, sin empacho me acercó un agradecimiento más bien alentador pues su gesto tenía tanto de humildad como de sabiduría, el de colegas, el de prójimos.

Habría de recordar entonces la pasión puesta por un tema recurrente sobre el poeta modernista Valencia, algunos apuntes sueltos y la férrea tesis defensiva de incluirlo en los anales de la antología latinoamericana con regios argumentos y estudios contundentes para erradicarlo de las fauces de la marginalidad a la que ha sido injustamente heredado.

No hemos tenido tiempo para despedirnos, los más cercanos hemos apiado la rutina, referido al silencio, homenajeado la amistad y más avezados aún conspiramos contra el olvido. El significado profundo de decir adiós es volver hacia la esencia; mis sentidas condolencias a la familia de tan valeroso ser humano, Oswaldo Rivera V.

En su última línea ante la inquietud y afirmación de que si Latacunga es un laberinto le dije alguna vez:  ¿y cómo se sale de tremendo laberinto? y me contestó “caminando”.
 

viernes, 31 de mayo de 2013

El canon de Rayuela


El primer intento fue adolescente, el tejo se desparramó por todas las casillas en mitad del patio, en la boca calle, he leído Rayuela obsesivamente como si el atino fuera a devolverme ese instinto básico de la edad de la punzada, han sido 12 veces hasta la fecha casi siempre en períodos de premonición y silencio.

La última vez que la leí fue a finales de 2009 aprendí en esa novela mis modestos conocimientos sobre el modernismo, me refiero a la ruptura de las formas a saber esa desesperación de que nada dura y al final todo se pierde.

En los remotos años 90, más preciso en el verano de 1996, habría de encontrarla en la estantería entre periódicos de fútbol, historietas, y una ilustración de un tal Charlie Parker, era la intuición de lo que más tarde llamaría “El club de la serpiente”; eran sin duda el deslumbramiento a la literatura latinoamericana y axioma fundamental de sentirse escritor y lector.

A los 23 años yo hacía mis primeras armas como escritor mimetizado en un seudónimo poco frecuente que rubricaba manuscritos como Baltazari; Rayuela sigue siendo un estudio sobre el exilio, el salto al abismo, una parábola a la soledad, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.

Hace un par de años extravíe en una mudanza un libro biográfico cuyo nombre se pierde entre la ventisca de mi anzehilmer: algo así como Historias de Cronopios sin famas, editorial única, en ese texto había leído que al bajar las escaleras fatalmente enfermo en la hora de su despedida Julio Cortázar acarició el lomo de sus libros, les susurro al oído como despidiéndose, miró a su gato detrás del cristal, y no volvió más.

La novela Rayuela (Julio Cortázar) el privilegio estético del juego y el azar, las imagen en fuga de todos lados, es el embrión inserto sobre una generación ávida de comerse el mundo a trancazos, el fin de una ráfaga llamado “Boom”.

Existe una relación prescindible con nuestro país, con el absoluto arte de la amistad, su correspondencia y encuentros con Jorge Enrique Adoum a quien cariñosamente le decía “Turquito indio” sigue fundando más capítulos y cómplices, se celebran 50 años de Rayuela la obra cumbre del enormísimo Cronopio.

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domingo, 26 de mayo de 2013

Instinto

II
¿Con qué podría retenerte?

Te ofrezco esbeltas calles, puestas de sol desesperadas, la luna de suburbios mal cortados.

Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria.

Te ofrezco mis ancestros, mis muertos, los fantasmas que los vivos han honrado con bronce: al padre de mi padre que murió en la frontera de Buenos Aires con dos balas que atravesaron sus pulmones, barbado y muerto, a quien amortajaron sus soldados con una piel de vaca; a ese bisabuelo, de la línea materna, que comandó, con veinticuatro años, una ofensiva de trescientos hombres en el Perú, ahora sólo fantasmas sobre monturas desleídas.

Te ofrezco, sea cual fuere, la sapiencia que contengan mis libros, y la hombría y el humor que contenga mi vida.

Te ofrezco la lealtad de un hombre que jamás ha sido leal.

Te ofrezco el núcleo duro de mí mismo que he guardado, de algún modo; el corazón central que no comercia con palabras, no trafica con sueños, y no tocan el tiempo ni el placer ni las adversidades.

Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista al atardecer algunos años antes de que nacieras.

Te ofrezco explicaciones de vos misma, teorías de vos misma, auténticas y sorprendentes noticias de vos misma.


Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; intento sobornarte con incertidumbre, con peligro, con derrota.

J.L.Borges.

lunes, 6 de mayo de 2013

Miradas detrás del espejo





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La editorial Pedro Jorge Vera puso a circular bajo el título “Leña verde, antología de la cocina andina ecuatoriana” (Quito - 2011) un volumen que se devora literalmente sus páginas con los ojos; llama su atención casi como el paladear de tragos largos en la garganta el agua y la sed de las horchatas, sinónimo de la fidelidad de los sabores en un libro, la doble satisfacción del comensal que ahora es llamado así mismo lector, un fresco de paladeantes palabras hechas con el aromoso afán del pan y todas sus espigas.

El cuajo de todas las nubes leches entre el mordisco de las hojas verdes de una achera, en la solemnidad de un plato bondadoso desbordante como las costas añoradas en mitad de los andes, un plato prescindible y abarcable con su sazón e identidad: las chugchucaras. Quien más allá de su documento de identidad generoso de reconocerse en el gentilicio refiere una calle o un olor particular no sólo sabe a donde queda la calle de los manjares, sabe de antemano que un verdadero latacungueño guarda entreverado en sus genes la hospitalidad, su sentido del humor  refinado, el desprendimiento y la bondad.

La cocina ecuatoriana y particularmente a esta altura donde los corazones laten más rápido y a mayor presión de aquí se fugan los cardiacos y los desesperados, en este libro su autor, Gutiérrez Estrada, se asemeja a un personaje más bien desmitificado, poco ficticio, un acorazado intelectual que hace de cada hecho narrativo bocados de la vida real y la obsesión del dato justo por contar las historias de una atmosfera que se sale de la cocina, que lo ubica y que se vuelve fascinante, que cuenta un habitual día de quien cocina como respira.

Una revisión fascinante entre el color y el aroma de la sierra andina ecuatoriana en sus platos particulares y codiciados por los paladares más exigentes y los que a suerte de querencia legaron de cocina a cocina, de receta a secreto y aroma evaporante en la mesa para celebrar la alegría, la única riqueza que nos da la comida.

El libro reúne entre sus páginas entre el follaje de imágenes comestibles una prosa tan única como la que Gutiérrez Estrada acostumbra, escribe laboriosamente “nunca podría hacer una novela de detectives, sus pasos e intentos son muy ruidosos, crocantes, como el crepitar del maíz en la casuela y el tiesto,  en vano podría intentar la pesquisa se delataría sólo en el intento de dar con el antagónico”.

Tito Gutiérrez estrada ha repetido el gesto del espejo, se ha ataviado nuevamente sobre el personaje de la Mama Negra, lo saludan desde lejos, de cerca y a pie, “si me dedico a la política –dice- lo embarraría todo, es mejor que eso linderos sigan lejos, lo publico vestido de poder corroe el trazo; prefiero la holgura espontanea del vecindario que me resulta más próximo” (…) en ese instante se reconoce sabe que entre axioma y paradigma el verdadero latacungueño es aquel que empecinado cree lealmente en su natalidad y sus coterráneos.