martes, 30 de octubre de 2012

LAS DESPEDIDAS



Paco Estrada se examinaba en una fotografía de los cincuentas cuando había radicado la Valencia de la postguerra, aún Franco tenía la similitud con el sarro sobre la alcantarilla insospechablemente inequívoco. Bizarro, irreal, trastocado, una fotografía de los años donde conoció a Caín Rodríguez Cunga, al boliviano y claro el recuerdo de Santiago Nazca a quien le decían Pájaro, el Pájaro Nazca, una suerte de diatriba y enjundia de  exiliados.
Pasea con los dedos el papel fotográfico sin fecha, debe ser el verano que recorrió hasta Huelva, y pernoctó al amparo de una familia de facundos y que pudo haberse vibrado el tiempo si aquel silencio pastoso del amarillo no refiriera que es otro lapso donde nadie es lo que parece ser a simple vista.
Han pasado cincuenta años en que el aficionado, el del golpe sin explicaciones tediosas sobre la vida o la muerte, sobre los asesinos enquistados en la solución obtenida hurga en mitad de la noche la fatiga de recordar el primer cumpleaños de su hijo, atravesar la avenida volver nuevamente al cause, empachar las cuentas y cuadrarlas, mirar sobre el cristal las gotas de las lluvias; recordar hechos y descartar traiciones, la mañana que de vuelta a casa vio por última vez a su madre despedirse desde lejos como diciendo, como creyendo que las vueltas a casa siempre reconfortan.
Lo escrito mañana. Paco es más bien un escritor a cuenta gotas, un personaje ruidoso, un escándalo fecundo, autobiográfico como su carcajada, un hombre que hace y deshace madejas y palabras, polemista ubicuo, destructor de moldes, es irrepetible leerlo cada vez se inventa en su afán; ha sido tímido a la vez, ese pudor intelectual que nunca es modestia sino tácito imperturbable.
Un buen día en el café ante Lucas Cando sorbía  levemente el anís  mientras Vittorio sostenía el ultimo pitillo rubio en su mano derecha buscando el encendedor en los bolsillos del saco. Paco sostenía afiebrado sobre el sentido insurgente del título del  libro sobre los  adioses, las renuncias irrepetibles de dejar que la nostalgia invada como la lluvia en las suelas andadas, mordientes; le impresionó tanto que al rebelde Huatey, en el eje de la conquista española, sus captores le pondrían a elegir si se convertía al Cristianismo lo ahorcarían no sufriría e iría al cielo, si no se convertía al cristianismo lo quemarían con leña verde y sufriría mucho e iría al infierno. Huatey preguntó ¿en el cielo hay españoles? Le dijeron que sí. Él dijó entonces: ¡leña verde!.
Inutilizado terminó titulando un mal al fin y decidió decirlo de frente como un grito, siguió escribiendo y cuando me lo mostró terminé aceptando casi como un enfermo de la literatura, con un cierto aire de fetichista de acertar inundado de lealtades y en definitiva preguntándome si en verdad los libros que te sobran son los que se niegan a caber en todas partes.
Era agarrarlo por el cuello, no simplemente era publicarlo, qué queda de un editor y critico literario sino una suerte de ilogismo frustrado, una suerte de atinar en el párrafo ajeno y decir era ello lo que debí decir, dejándome llevar por la complicidad de virar las esquinas en ensayos laboriosos de un arte como la insolencia.
Los elogios corren la suerte de beneficencia, el editor no puede brillar en un texto forastero, motivos suficientes para odiar un libro sin rebajarse; en verdad que el oficio de editor seguía siendo como recorrer la ciudad y darte cuenta que es el infierno que mereces.
En esa parcela onírica el azul se esparcía por todo lado, era un costado inferior del tríptico del Bosco, El jardín de las delicias, en esa tela el rostro delator del parricida se difumina en la llanura detrás de la fuente, es 1985, la página empieza por hablar de la abominación de los espejos y un volumen de Ficciones, editorial Espasa, abre el sésamo de una noche entreverada de pesadillas, delatores, y la secta visceral de Paco, Vittorio y Lautaro.
La ciudad cualquiera era una garganta, luego de montarse en el automóvil de Paco, Lautaro y Vittorio se largaban por ahí para discutir cosas que eran intrascendentales para los otros. Esa noche compartieron el menú en un Chifa al norte de la ciudad. Hablaron de Honorio Bustos Domecq, de una ficción acaecida en el siglo pasado y que parte de un versículo de una de las hojas ordenadas por Borges, la amistad, el compromiso de escribir, el azar, la complicidad y lo efímero como son la muerte y el amor.
Incluso hablaron de mi regreso, largas horas apeados al cuadro del infierno pintado por Lucas Cando que atinaron a decir las cicatrices te esperábamos. Qué queda por vivir. Reconocer la ciudad dibujada en el vao del cristal por un niño mientras no pasa la lluvia y tienes miedo, y sospechas que aparentemente nada a cambiado, que incluso la calle que daba a la casa de Estela sigue tristemente desconocida.

Sólo me resta reconocerme como Caín Rodríguez Cunda, des exiliado,  editor de oficio.

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