Paco Estrada se examinaba en una fotografía de
los cincuentas cuando había radicado la Valencia de la
postguerra, aún Franco tenía la similitud con el sarro sobre la alcantarilla
insospechablemente inequívoco. Bizarro, irreal, trastocado, una fotografía de
los años donde conoció a Caín Rodríguez Cunga, al boliviano y claro el recuerdo
de Santiago Nazca a quien le decían Pájaro, el Pájaro Nazca, una suerte de
diatriba y enjundia de exiliados.
Pasea con los dedos el papel fotográfico sin
fecha, debe ser el verano que recorrió hasta Huelva, y pernoctó al amparo de
una familia de facundos y que pudo haberse vibrado el tiempo si aquel silencio
pastoso del amarillo no refiriera que es otro lapso donde nadie es lo que
parece ser a simple vista.
Han pasado cincuenta años en que el aficionado,
el del golpe sin explicaciones tediosas sobre la vida o la muerte, sobre los
asesinos enquistados en la solución obtenida hurga en mitad de la noche la
fatiga de recordar el primer cumpleaños de su hijo, atravesar la avenida volver
nuevamente al cause, empachar las cuentas y cuadrarlas, mirar sobre el cristal
las gotas de las lluvias; recordar hechos y descartar traiciones, la mañana que
de vuelta a casa vio por última vez a su madre despedirse desde lejos como diciendo,
como creyendo que las vueltas a casa siempre reconfortan.
Lo escrito mañana. Paco es más bien un escritor a
cuenta gotas, un personaje ruidoso, un escándalo fecundo, autobiográfico como
su carcajada, un hombre que hace y deshace madejas y palabras, polemista
ubicuo, destructor de moldes, es irrepetible leerlo cada vez se inventa en su
afán; ha sido tímido a la vez, ese pudor intelectual que nunca es modestia sino
tácito imperturbable.
Un buen día en el café ante Lucas Cando sorbía levemente el anís mientras Vittorio sostenía el ultimo
pitillo rubio en su mano derecha buscando el encendedor en los bolsillos del
saco. Paco sostenía afiebrado sobre el
sentido insurgente del título del libro sobre los adioses, las renuncias irrepetibles de dejar que la nostalgia
invada como la lluvia en las suelas andadas, mordientes; le impresionó tanto
que al rebelde Huatey, en el eje de la conquista española, sus captores le
pondrían a elegir si se convertía al Cristianismo lo ahorcarían no sufriría e
iría al cielo, si no se convertía al cristianismo lo quemarían con leña verde y
sufriría mucho e iría al infierno. Huatey preguntó ¿en el cielo hay españoles?
Le dijeron que sí. Él dijó entonces: ¡leña verde!.
Inutilizado terminó titulando un mal al fin y decidió
decirlo de frente como un grito, siguió escribiendo y cuando me lo mostró
terminé aceptando casi como un enfermo de la literatura, con un cierto aire de
fetichista de acertar inundado de lealtades y en definitiva preguntándome si en
verdad los libros que te sobran son los que se niegan a caber en todas partes.
Era agarrarlo por el cuello, no simplemente era
publicarlo, qué queda de un editor y critico literario sino una suerte de
ilogismo frustrado, una suerte de atinar en el párrafo ajeno y decir era ello
lo que debí decir, dejándome llevar por la complicidad de virar las esquinas en
ensayos laboriosos de un arte como la insolencia.
Los elogios corren la suerte de beneficencia, el
editor no puede brillar en un texto forastero, motivos suficientes para odiar
un libro sin rebajarse; en verdad que el oficio de editor seguía siendo como
recorrer la ciudad y darte cuenta que es el infierno que mereces.
En esa parcela onírica el azul se esparcía por
todo lado, era un costado inferior del tríptico del Bosco, El jardín de las
delicias, en esa tela el rostro delator del parricida se difumina en la llanura
detrás de la fuente, es 1985, la página empieza por hablar de la abominación de
los espejos y un volumen de Ficciones, editorial Espasa, abre el sésamo de una
noche entreverada de pesadillas, delatores, y la secta visceral de Paco,
Vittorio y Lautaro.
La ciudad cualquiera era una garganta, luego de
montarse en el automóvil de Paco, Lautaro y Vittorio se largaban por ahí para
discutir cosas que eran intrascendentales para los otros. Esa noche
compartieron el menú en un Chifa al norte de la ciudad. Hablaron de Honorio
Bustos Domecq, de una ficción acaecida en el siglo pasado y que parte de un
versículo de una de las hojas ordenadas por Borges, la amistad, el compromiso
de escribir, el azar, la complicidad y lo efímero como son la muerte y el amor.
Incluso
hablaron de mi regreso, largas horas apeados al cuadro del infierno pintado por
Lucas Cando que atinaron a decir las cicatrices te esperábamos. Qué queda por
vivir. Reconocer la ciudad dibujada en el vao del cristal por un niño mientras
no pasa la lluvia y tienes miedo, y sospechas que aparentemente nada a
cambiado, que incluso la calle que daba a la casa de Estela sigue tristemente
desconocida.
Sólo
me resta reconocerme como Caín Rodríguez Cunda, des exiliado, editor de oficio.
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